(Nº7) Carabanchel y la prisión que le robó el nombre

De la mano del colectivo Contrahistoria, queremos dejar un breve pero interesante repaso de lo que ha sido y representado la antigua cárcel de Carabanchel, lugar emblemático que vivió como protagonista numerosos acontecimientos históricos desde sus orígenes, tales como la lucha antifranquista, las luchas dentro-fuera de los muros, la brutal represión de la época y las resistencias vividas.

Como cada mañana, un millar de presos recorre en formación la por entonces calle de las Cinco Rosas, hoy Monseñor Oscar Romero. Forman parte de uno de esos Batallones Disciplinarios de Trabajadores Penados acogidos al programa de redención de penas a cambio de trabajo, bajo el que el régimen explotará a decenas de miles de presos provenientes de la guerra aprovechados como ilimitada mano de obra barata. A diario marchan desde la antigua Escuela de Reforma de Santa Rita, reconvertida ahora en Cárcel Central de Trabajadores, que junto con su apéndice el Reformatorio Príncipe de Asturias y el campo de concentración desinstalado hace tan solo algunas semanas en la cercana plaza de toros de Vistalegre, conforman un verdadero triangulo del terror franquista en los Carabancheles. Cabizbajos y famélicos avanzan por el apenas un kilómetro que los separa del solar destinado a acoger la que será punta de lanza de toda una ingente infraestructura represiva ideada para escarmentar a los vencidos. Un macro complejo penitenciario donde centralizar esa masa reclusa que, como en Santa Rita, se hacina en una veintena de edificaciones reconvertidas en prisión, una vez derruida la cárcel Modelo de Moncloa, anterior Prisión Provincial. Desde abril de 1940, cuando comienzan las obras de la futura Cárcel de Carabanchel, hasta la inauguración de las cuatro primeras galerías el 22 de junio de 1944, el triste desfile recorrería idéntico itinerario, quizás la imagen más impactante que los Carabancheles hayan conocido nunca. Una cadena de presos conducida durante cuatro años a construirse su propio presidio.

La presencia de la prisión marcó un antes y un después en la historia de Carabanchel. La destinada a ser central de la represión franquista no tardaría en labrarse su fama como centro de tortura. Desde entonces se mantuvo irremediablemente asociada a la barriada que le dio involuntario cobijo. Tanto, que incluso terminó usurpándola el nombre. Con ella, Carabanchel, como epicentro de esa resistencia que, allá por noviembre de 1936, frenara durante 28 meses el camino a la gloria del General, cumplía su particular condena.

La venganza

A sus primeros «inquilinos» provenientes de la cárcel provisional de la calle General Diaz Porlier, se le unirán los propios presos de Santa Rita y los de la calle Torrijos, conformando el grueso de su inicial población. Progresivamente adoptará esa doble función para la que está diseñada, como Prisión Provincial, acumulando presos a espera de un juicio que puede llegar a tardar meses o incluso años, y como central penitenciaria, donde otros reclusos ya condenados cumplen sentencia. En cada uno de los extremos de la reconocible estrella que forma el penal de carácter preventivo, se sitúan respectivamente el pabellón del penal correccional, de planta en peine, y opuesto a él el del acceso principal, destinado fundamentalmente a funciones administrativas. Junto a ellos, una cuarta zona de carácter residencial para el funcionariado completa la estructura original del complejo. Todas ellas, además del propio perímetro en sí, están rodeadas por un doble muro de 6 metros de alto conformando un pasillo de rondas intercomunicadas de 10 metros de ancho. Posteriormente se irían añadiendo los pabellones del Hospital Psiquiátrico, donde en un principio se habilita además un espacio para recluir mujeres, el de la Escuela de Estudios Penitenciarios, el Hospital General Penitenciario, el Centro de Observación Penitenciaria y, ya casi en su última etapa, el pabellón de mujeres como tal. El conjunto final destaca por su extrema sobriedad y sus colosales proporciones, cuatro veces más que la antigua Modelo madrileña y ocho más que la de Barcelona, con capacidad para unos 2500 reclusos, casi el doble que la mayor hoy, la de Picasent, aunque el número de los que convivieron entre sus muros superó en ocasiones los 5000. Una mole de ladrillo y hormigón de carácter monumental con su característica forma de estrella alrededor de una estructura cilíndrica coronada por la intimidatoria cúpula de 32 metros de diámetro y 24 de altura, que impacta con su sola presencia. Una cúpula bien visible tanto desde dentro como desde fuera, y que comparte con esa imagen de los presos construyendo el Nuevo Estado un evidente propósito propagandístico, un aviso para el futuro, la demostración pública y visible del sometimiento del vencido.

De emblema de la represión a símbolo del antifranquismo

Progresivamente, la población reclusa proveniente de la guerra y la resistencia guerrillera, dará paso a una nueva generación de disidentes, de mano de luchas obreras y estudiantiles brutalmente reprimidas, que volverán a llenar las cárceles de “presos políticos». Tal condición será autoreivindicada como expresión de su compromiso con la continuidad de la lucha en el interior de la prisión y la apuesta por la solidaridad como forma de supervivencia, convertida en resistencia de la mano de la que será autóctona forma de organización en la cárcel: la comuna. A través de ella los presos colectivizan y gestionan sus recursos, a la par que articulan las movilizaciones. Incluso obligarán a la dirección a abrir negociaciones y conceder ciertos privilegios, iniciando ya para finales de los sesenta una abierta confrontación con cualquier eslabón de la administración penitenciaria a través de plantes, motines y huelgas de hambre cada vez más frecuentes e intensos, con la reclamación de amnistía siempre como telón de fondo. Aun así, para el preso la resistencia pasa por conquistar parcelas de espacio y tiempo a la rutina penitenciaria, por pequeñas que estas puedan parecer. Desde la Comuna Unitaria de Carabanchel, a través de una asamblea convocada semanalmente en el patio, se transformará algunas celdas de la tercera galería en bibliotecas, espacios lúdicos, comedores o cocinas, mientras al fondo otra celda hará vez de almacén donde guardar la comida colectivizada.

Para entonces, las dos plantas inferiores de esa tercera galería es el destino habitual de los “políticos”, en su mayoría acusados de asociación ilícita o propaganda ilegal, que conviven con una tercera de «comunes» y el llamado «El Palomar», en la planta superior, donde son destinados presos por su condición sexual. De entre ellos, los considerados más influyentes son agrupados en la sexta, en realidad un módulo externo independiente y más pequeño, de solo dos plantas, al que se accede a través de un anexo que lo une a la quinta, destinada íntegramente a «comunes», casi todos delincuentes ocasionales encerrados por pequeños robos. A su vez, atravesándolas, se llega también al pabellón correccional, a veces también referido como sexta galería, donde se ha habilitado una parte como reformatorio. Por último, la séptima, la más dura, donde los «políticos» señalados como más conflictivos conviven con fuguistas, atracadores y otros «comunes» considerados especialmente peligrosos, con los que, aún a cierta distancia, como en general en el resto de la prisión, se mantiene una actitud de respeto, incluso en ocasiones de colaboración. Paradójicamente, la segregación por delito e ideología en la clasificación de las galerías agrupará afines que terminarán autoorganizándose, lo que unido a su condición central, y por tanto como paso prácticamente obligatorio de traslados o reclamados judicialmente, seguro para los “políticos”, convertirán a la propia prisión en idónea central de conspiración e intercambio  entre presos de todo el Estado y a la postre en epicentro de las intensas luchas intramuros, además de en todo un símbolo de la resistencia antifranquista para la calle.

Los secretos enterrados de Carabanchel

En el interior de la prisión, las galerías confluyen en el puesto central de observación y vigilancia bajo la cúpula, conformando un clásico sistema estrellado evolución del cilíndrico panóptico de Bethan, desde donde un vigilante situado en un punto central puede verlo todo a su alrededor sin ser visto, asegurando la autocensura del preso ante la incertidumbre. Aunque en la práctica, las propias dimensiones colosales del edificio imposibilitan la permanente vigilancia. Al fondo del anexo entre la sexta y la quinta hay una entrada a otra galería subterránea, más pequeña, formada por un pasillo central del que salen otros dos paralelos más estrechos con una hilera de celdas cada uno en su muro más exterior. Señalizada como C.P.B, Celdas de Prevención Bajas, oculta en realidad las celdas de castigo del régimen de aislamiento que se impone disciplinariamente a presos por infinidad de causas. Apenas tres metros cuadrados donde llegan a pasar meses con solo una hora de patio al día. Lejos de miradas ajenas, aquí, torturas y palizas son habituales, a menudo a manos de grupos de carceleros acompañados de un perro de raza Pastor Alemán y uno o dos «cabos de varas», presos de confianza muy agresivos encargados de la vigilancia en las galerías y casi siempre ex legionarios o miembros de la extrema derecha, protegidos por los funcionarios y separados del resto. Los de la séptima son bien conocidos por su crueldad. Uno de ellos, un tal Cayón, antiguo policía, fue apuñalado por un ex preso poco después de salir en libertad. Antes que él, su antecesor, apodado «El Chupano», había sido arrojado a las vías del metro al paso de un tren.

El paso por las C.P.B, una cárcel dentro de la cárcel, transformará para siempre a muchos de aquellos prisioneros, aunque en realidad la tortura no es una medida circunstancial ni aislada sino parte intrínseca del propio sistema represivo franquista. En el centro de la galería de entrada, a la que se accede pasando por los locutorios después del pabellón de acceso al recinto, y bajo una cúpula más pequeña apodada «la peseta», se sitúan las oficinas de registro, donde los presos recién llegados, que esperan su turno en una amplia celda común, son sometidos a las pertinentes mediciones, registros, fotografías y toma de huellas. Desde allí, bajando por una escalera, son conducidos a las celdas de ingreso, donde permanecerán aislados cumpliendo el llamado periodo «sanitario», tres días en aislamiento con media hora de patio al día. Anexas, casi de frente, destacan tres celdas “americanas”, con barrotes en vez de puertas, llamadas “celdas de capilla”, en las que, junto a otra habilitada como oratorio, esperan sus últimas doce horas, vestidos con mono azul y alpargatas blancas, los condenados a muerte. Los registros demuestran el traslado de los fusilamientos al campo de tiro del Campamento militar de Carabanchel, hoy simplemente Cuarteles de Campamento, coincidiendo precisamente con la apertura de la prisión, en la que los condenados cumplen además condena esperando la ejecución de la pena, lo que significa que ésta fue ya planificada como corredor de la muerte desde sus inicios. De hecho, si en enero de 1944 sale el último fusilado de Porlier, apenas dos meses después lo hacen los tres primeros desde Carabanchel, el 22 de marzo, antes incluso de su inauguración. Desde entonces, de los 218 fusilados restantes en la provincia de Madrid, 170 lo harán en Campamento vía Carabanchel, como José Vitini y Juan Casín, comunistas del grupo de resistencia «los cazadores del amanecer» en abril de 1945 o José. A. Adán Abad, miembro de la guerrilla urbana madrileña, y otros 14 antifascistas fusilados el 26 de agosto de 1947. Los dos últimos fusilados en estas circunstancias lo serán en febrero de 1954. Otros 31 serán ejecutados directamente en la propia prisión entre 1948 y 1951, como Cristino García, también guerrillero, fusilado en las tapias del cementerio aledaño en febrero de 1946. Además de Justo Sánchez Mulas en el 52 y el comunista Julián Grimau en 1963.

Pero si el pelotón es considerado una forma militarmente honrosa de morir, para civiles y especiales ensañamientos la cárcel reserva un aparato genuinamente español, el garrote vil. Un poste de madera de dos metros en el que se sitúa el «corbatín» que aprisiona el cuello de un condenado amarrado a una silla situada delante. Un tornillo grueso con una manivela colocado en la nuca rompe las vértebras del condenado de forma limpia, siempre y cuando el verdugo sea “habilidoso”, algo que pocas veces ocurría. Carabanchel guarda el suyo propio en un quinto habitáculo anexo a esas llamadas «celdas de capilla» o «celdas de sangre», las mismas donde el 17 de agosto de 1963 esperaron su ejecución con ese mismo garrote los anarquistas Francisco Granado Gata y Joaquín Delgado Martínez. Hacía cuatro años que no se empleaba en la prisión, desde el mediático Jarabo, un aristócrata venido a menos con cuatro asesinatos a sus espaldas, en julio de 1959. En total, allí serian pasados por el garrote 31 condenados. Las mismas celdas en las que, aunque por diferentes motivos, una paliza propinada por una decena de carceleros, también espero la muerte el joven anarquista Agustín Rueda, encerrado en ellas junto con otros ocho compañeros tras ser torturados durante interminables horas acusados de intentar evadirse por un túnel descubierto horas antes. Jesús García Romero, un «quinqui» que había matado a un Guardia Civil en Villaverde, fue el último ejecutado en Carabanchel, también mediante el garrote, en 1966, sin contar con los tres miembros del FRAP, Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, José Humberto Baena Alonso, José Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, los últimos fusilados del franquismo, que esperaron las horas previas en aquellas celdas antes de ser trasladados a Hoyo del Manzanares. Era septiembre de 1975 y apenas quedaban dos meses para que el dictador comenzara una agónica muerte artificialmente prolongada durante días. Paco Umbral, el escritor, le recordará por entonces como un anciano tembloroso y aturdido por el Parkinson que en bata bebe a pequeños sorbos un chocolate caliente mientras firma casi sin mirar penas de muerte.

Pres.o.s.: Libertad o muerte

Las ejecuciones, siempre al alba, se esperan en silencio, hasta que la tensión estalla minutos previos a su hora aproximada, llenando las galerías de gritos, de golpes, de rabia. Más allá de las diferencias, es la condición de encerrado la que une a todos los presos, una peligrosa chispa que puede estallar en cualquier momento. En medio de las movilizaciones internas los Comités pro presos activarán la solidaridad en la calle, donde el protagonismo recae particularmente sobre las mujeres de los reclusos, que posibilitan comunicaciones clandestinas, coordinaciones de motines o incluso fugas. Por fin el 20 de noviembre de 1975 muere el dictador, celebrado con júbilo, puros y vino en el interior de la prisión. Una semana después miles de personas marchan a Carabanchel clamando amnistía. Ese mismo día son liberados los primeros presos, iniciándose un lento goteo hasta la proclamación en octubre de 1977 de la Ley de Amnistía, a la postre una trampa legal que fundamentalmente aseguraba la impunidad del franquismo. Murió Franco, pero la prisión se quedó, trascendiendo con ello su tradicional vinculación con el Régimen. Fue, es, un símbolo de la represión, pero no solo de la franquista. Los «comunes», excluidos de cualquier medida que facilitara su excarcelación, se reivindican ahora como presos «sociales», y con ello como presos del franquismo. Ciertamente la dictadura reprimió por igual disidencia política y moral, equiparando pobreza con presidio. Una falta de recursos que también sirvió para que aquellos presos que carecían de organización y apoyo fueran olvidados por la calle. En enero de 1977 nace la COPEL, Coordinadora de Presos en Lucha, una organización intracarcelaria y horizontal que tiene en la séptima su núcleo duro, y desde la que se coordinará una oleada de motines, autolesiones y fugas por toda la península. El 18 de julio un millar de presos se suben a los tejados resistiendo cuatro días el hostigamiento policial, hasta que una lluvia de gases lacrimógenos y pelotas de goma, apoyada por helicópteros y alargada durante tres horas, pone fin a la bautizada por los medios como Batalla de Carabanchel. Dos huelgas de hambre y decenas de motines en 1976, veintinueve motines, doce huelgas de hambre, dieciséis autolesiones colectivas, decenas de fugas y cientos de acciones de solidaridad en el exterior en 1977, once motines, cuatrocientos presos autolesionados y sesenta y dos presos fugados en 1978… dan buena cuenta de lo intensa de una lucha protagonizada por los que no tenían ya nada que perder. Es a principios de ese año cuando se descubre el túnel de quince metros excavado desde las cocinas de la séptima que le costará la vida a Agustín. La muerte del que era un reconocido miembro de la Coordinadora era un intencionado mensaje. Los presos más combativos de la COPEL serian dispersados y brutalmente reprimidos y cualquier conato de coordinación obstaculizado, pacificándose con mano dura las cárceles al igual que ocurría en las calles. Aun así, su intensa lucha conseguiría la promesa de una reforma penitenciaria, más teórica que práctica, y el reconocimiento público de Carabanchel como no apta, precipitando con ello el principio de su fin. En 1988 el primer juicio por torturas de la historia de España sentenciaba a diez años de prisión al director, al subdirector y a cinco carceleros, y aunque apenas cumplieron 8 meses el que más, la sentencia demostraba algo para muchos evidente, que en la cárcel se tortura.

Convertida en ruina mucho antes del derribo

Desmitificar su aureola política y antifranquista formaba parte del proceso de desmantelamiento, concentrando progresivamente en Carabanchel los casos considerados como más deplorables y abandonando posteriormente a los reclusos entre ajustes de cuentas, navajazos y heroína. En 1998 las últimas 500 presas del penal femenino ven cerrar tras ellas las puertas de la prisión para siempre. Después llegarán abandono y especulación, casi siempre de la mano. Sin embargo, si se conservó parte de su antiguo cometido a través del CIE, Centro de Internamiento de Extranjeros, ubicado en el edificio del antiguo Hospital Penitenciario, y el Reformatorio de los Rosales, en la Unidad de Madres.

Carabanchel condenó físicamente durante más o menos tiempo a miles de personas, pero psicológicamente para siempre a la mayoría. Por ella y/o por su antecesora Santa Rita, pasaron anarquistas de distintas generaciones como Cipriano Mera, Sófocles Parra Salmerón, Félix Carranque, el periodista libertario Eduardo de Guzmán, que lo hizo por Santa Rita, Cipriano Damiano, «el hombre de las mil caras», llamado así por su capacidad de fugarse y cambiar de identidad a lo largo del tercio de su vida que pasó en cárceles franquistas, Luis Andrés Edo, Juan Busquets, miembro de la partida de Massana, Sánchez Ferlosio, Montxo Alpuente o Stuart Christie. También otros como el humorista Gila, que encerrado en Santa Rita por alistarse como miliciano en la Quinta Brigada formó parte del Batallón de Trabajadores Penados que construyó la prisión, el poeta Marcos Ana, encerrado en distintas penitenciarias desde 1939, con 19 años, hasta 1963, o el dramaturgo Buero Vallejo, quizás el preso más celebre de Santa Rita. También populares nombres del mundo delictivo como El Vaquilla o El Lute, exhibido en 1966 a través de la prensa en la propia prisión, o terribles trastornados como el necrófilo asesino de 48 personas apodado El Arropiero, o el caníbal García Escalero, «el matamendigos», con 14 brutales asesinatos a sus espaldas.

De sus aparentemente infranqueables muros consiguieron fugarse entre otros el anarquista Abraham Guillén, en la Nochevieja de 1944, o Juan Catalá Balaña, miembro de la Columna Durruti, que consiguió escapar sucesivamente de la prisión del Cisne, la D.G.S, La Modelo y Lleida antes de huir de Carabanchel para siempre en marzo de 1947. También el libertario Ignacio Alonso, miembro de los Escamots Autonoms Anticapitalistes, saldrá por la puerta tras intercambiarse con su hermano gemelo durante un vis a vis en septiembre de 1983, década en la que se multiplican los huidos coincidiendo con el deterioro de las instalaciones. Los maquis Jesús Bayón y Ramón Guerreiro tuvieron el honor de ser los primeros en escapar de ella el 14 de marzo de 1944, cuando ni siquiera se había inaugurado oficialmente. A Ramón lo capturaron y fusilaron cuatro años después. Jesús se había quitado la vida en 1946 para evitar las torturas de la Guardia Civil, acorralado cerca de Talavera de la Reina.

En 2008, un derribo con claras connotaciones políticas dejaría para el recuerdo las colas de familiares, los carteles pidiendo amnistía por los alrededores, la impresionante lluvia de papeles ardiendo lanzada desde las celdas cada 31 de diciembre a la llegada de la anual manifestación solidaria celebrada durante sus últimos años… Prisiones como la de Segovia o Ávila, convertidas en museos o archivos sin alusión a su pasado, han visto igualmente transformada su memoria y su significado. Destrucción o integración, dos vías para erradicar la historia, y con ello la disidencia. Mientras que la construcción del demandado memorial al antifranquismo en Carabanchel se vio paralizado por la ultraderecha el pasado agosto, hoy, en Santa Rita, una pancarta alardea de sus «125 años de educación» en los que los límites entre reformatorio, cárcel o escuela se difuminan. Son muchos los secretos enterrados, tanto en ella, como en la finca donde se levantó la prisión, donde el único recordatorio lo conforman unos ladrillos dispuestos alrededor de un bloque de cemento que imitan su vieja estructura. Un pequeño homenaje que nos recuerda que por encima de muros o piedras la memoria es un compromiso imperecedero. Qué olvidar siempre es ser cómplice.

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