El nuevo modelo de ciudad que se nos impone es el de la Smart City. El objetivo es el mismo de siempre: controlar a la población, gestionar los recursos de forma que se explote el máximo beneficio y, en palabras de sus defensores, “atender y resolver todos los problemas urbanos que puedan darse”. Se nos presenta como la solución a nuestros problemas gracias a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación.
En cualquier caso, no vienen a reinventar la rueda y sigue tratándose de dominación, control y sometimiento. ¿Las diferencias? El avance de la tecnología posibilita estos viejos mecanismos al abaratar todos los procesos de control y hacer su extensión más profunda. En los discursos y en el desarrollo de las ciudades inteligentes siempre aparecen una serie de conceptos que son inseparables los unos de los otros y que pretenden justificar y argumentar el buen hacer de este modelo de ciudad: simplificación, neutralidad, despolitización, suficiencia, deseabilidad.
Estos conceptos, que se venden como si se tratase de la panacea, no hacen otra cosa más que esconder con palabras bonitas una forma más sutil y perfeccionada del control sobre el territorio y las personas que lo habitan. Es la misma metodología discursiva que siempre han utilizado las grandes empresas tecnológicas y los estados. Un discurso dirigido a crear himnos para el progreso que pasan por encima de cualquier contradicción, exaltando así las “virtudes de las nuevas tecnologías”. Además, los conceptos que atraviesan a la Smart City son extrapolables a cualquier propaganda en torno a las nuevas tecnologías, que desgraciadamente solemos aceptar sin hacer demasiados cuestionamientos al respecto. Estos conceptos, de los que hablaremos ahora, se retroalimentan los unos con los otros y forman una postura cultural en torno a la tecnología. Y aunque aquí se pretendan separar, en muchas ocasiones se presentan relacionados entre sí o solapados.
Simplificación
Tal vez este punto sea el que más tiene que ver con el uso que se hace de todos los datos que se recogen de cada dispositivo (ya sea personal o público). Hay una obsesión por la integración de todos los sistemas, datos e infraestructuras urbanas, ya que ahora podemos reunir todos los datos bajo un mismo sistema con la intención de modelar, simular y simplificar la complejidad de la vida urbana. De esta metodología hacen uso tecnologías como el Big Data.
La idea es automatizar todos los procesos relacionados con la realidad urbana (transporte, gestión del agua, de los residuos, emergencias, etc.). Todo esto a través del tratamiento masivo de datos y dando por hecho que no existe ninguna subjetividad o ambigüedad en la realidad de las ciudades.
La simulación y automatización tiene implícita un significado normativo. Es decir, la simulación del comportamiento esperado como ciudad no sólo determina una simplificación de los comportamientos, sino que implica un juicio sobre lo que es esperable y se considera normal.
En la medida en la que los sistemas inteligentes se constituyen como sensibles y capaces de reaccionar de manera distinta ante situaciones concretas, estos sistemas se convierten en dispositivos de control y homogeneización de la vida. A través de estas simulaciones, por tanto, se describen patrones de lo que la ciudad permite y determina como situaciones susceptibles de protección, control o represión.
Neutralidad
Otro de los aspectos centrales en el discurso de las ciudades inteligentes es el de la gestión basada en la neutralidad de los datos, donde todas las decisiones tomadas a partir de los datos recogidos se basarían en cuestiones objetivas, logísticas y neutras. Es decir, tratarían de extrapolar a la política pública municipal (por ejemplo) un estado de automatización de las decisiones de la misma forma que ya se da en otras esferas de la vida (producción, industrial, aviación, etc.). Decisiones que serán tomadas a través de la ejecución de algoritmos gracias a los datos recabados.
Pero la realidad es que el mero hecho de recoger datos o material con el objetivo de tomar decisiones ya le resta cualquier tipo de carácter neutral u objetivo.
¿Quién decide qué datos se recogen y cuáles ignorar? Esto mismo ya tiene una intencionalidad política, alejándose de cualquier tipo de neutralidad. Y como comentábamos antes, todas las aplicaciones que se utilizan con estos datos encierran decisiones de carácter normativo.
Todo este conjunto de valores que forma la cultura tecnológica, a través de la tecnociencia en nombre del progreso, tienen la capacidad (y la intención) de afectar en la vida diaria y en la cotidianeidad de todas y de todos. Detrás de todo esto no hay otra cosa que los mismos dispositivos de control de siempre: instituciones, estados, empresas, etc. Pensar que se puede imprimir algún tipo de neutralidad al carácter o a las aplicaciones de las tecnologías sería bastante inocente.
Imaginémonos una política de seguridad ciudadana (asunto estrella, además, en los discursos de las ciudades inteligentes). Estas políticas podrían llevar a cabo mapeos e índices de criminalidad en función del origen social de los delitos, generar una distribución espacial del crimen y un despliegue de dispositivos de control y efectivos mayor allí donde estos índices sean mayores: cámaras de seguridad, dispositivos policiales, regulación en las ordenanzas municipales, mayor número de redadas, etc.
Despolitización
Como consecuencia de la neutralidad, nace la despolitización. Este concepto pretende plantear la gestión de la ciudad a través de un conjunto de reglas, datos y objetivos aplicados a una realidad aséptica y 100 % funcional. La idea es que el debate político se sustituya por nuevas fórmulas burocráticas y propias del mundo de internet, para eludir así la ineficiencia y disfuncionalidad de la disputa política. “Herramientas” como el gobierno optimizado, el desarrollo colaborativo, el gobierno como plataforma, y demás parafernalia del siglo XXI y de Internet constituyen una nueva agenda que determina las prioridades de la “gestión pública” y que pretende hacer a los ciudadanos “más partícipes de ella”.
Estas agendas son las que describen los escenarios sobre “los desafíos que tiene que atender una ciudad”, y que son reducidos a las opciones de gestión y no a cuestiones ideológicas o situaciones que se den en la calle. Cuestiones como la vivienda, la represión, las tensiones o condiciones laborales no forman parte del escenario público. Esta “despolitización” a la que apela la Smart City sobre las decisiones públicas, establece como prioritarias una serie de problemas y niega la existencia de conflictos políticos, más allá de las meras dificultades que pueda generar el ejercicio burocrático. Son considerados problemas sólo los que se puede solucionar con la tecnología que proponen los promotores de las ciudades inteligentes.
La despolitización persigue un gobierno de la ciudad donde las decisiones ejecutadas sea el fruto de la aplicación de mecanismos de automatización que son posibles gracias a los datos recogidos digitalmente en las ciudades. Se le ofrece a la ciudad una salida supuestamente neutral y apolítica que escapa de las incómodas confrontaciones políticas. Pero esta realidad en forma de datos ya nace con una perspectiva ideológica, que pretende, como ha hecho siempre, extender el control sobre la población y remendar ahora los problemas generados a causa de anteriores desarrollos tecnológicos.
Suficiencia
Otro de los elementos que componen el discurso de las ciudades inteligentes es el de la suficiencia tecnológica.
La idea de que todos los problemas a los que se enfrentarán las ciudades y las personas que las habitan serán resueltos gracias a servicios y productos tecnológicos. Se presenta a la tecnología de forma estereotipada, como una vía de solución inmediata y automática a los problemas de la ciudad y de las personas. Se asume, además, que la tecnología será suficiente porque ésta será infalible, como si estuviera exenta de cualquier problema técnico o de diseño. Este camino, pese a estar lleno de carteles iluminados con luces de colores pregonando autonomía e independencia, nos empuja irremediablemente hacia la dependencia y hacia una nueva desposesión, esta vez, una que nos arrebata la capacidad de resolver por nosotros mismos nuestros problemas.
Con cada parcela de autonomía que cedemos al uso de las nuevas tecnologías para resolver nuestros problemas o para satisfacer necesidades básicas, perdemos por el camino la capacidad de afrontarlos y resolverlos, ya sea individualmente o de manera colectiva. En el uso y la aceptación acrítica de las tecnologías, perdemos la posibilidad de experimentar el mundo y el aprendizaje se reduce a leer un manual de instrucciones. Al final, los proyectos urbanos, rurales, colectivos o personales que transforman la vida de las personas, no surgen en salas de control ni en centros de procesamiento de datos. Surgen de las cualidades humanas que no se pueden encuadrar en ningún algoritmo. De las luchas que cada individuo y cada comunidad plantea contra todo aquello que le oprime.
Deseabilidad
Las ciudades inteligentes siempre se presentan a sí mismas como deseables. Y no sólo deseables, también inevitables: “La ciudad será inteligente o no será”.
Toda la tecnología asociada a la gestión del espacio urbano se presenta como un progreso que tarde o temprano se instalará en nuestro día a día. Como con cualquier otro aspecto del progreso técnico, los medios presentan a estas nuevas tecnologías como hechos ciertos sobre los que no tenemos capacidad de control. Y ciertamente en algunos casos puede ser así. Sin embargo, que la presencia de la esfera digital en la ciudad se presente como inevitable, no significa que debamos esperar que así suceda en realidad.
Como en cualquier otro escenario de lucha, la ciudad está abierta a otras lecturas y a otros imaginarios que los que nos llegan desde el poder. Si bien es cierto que el internet de las cosas, la masificación de los datos, la “hiperconectividad” y el big data son tecnologías que ya están en nuestro día a día, sería un error el asumir estos hechos como una derrota en lugar de como un nuevo campo de batalla que oponga resistencia a la vida administrada, mediada y centralizada que nos impone la ciudad inteligente.
No podemos abandonar las herramientas que siempre hemos utilizado para atacar y luchar contra cualquier tipo de autoridad que intenten imponernos, venga de donde venga. En un tiempo en el que el control social y la dominación se profundiza y se extiende gracias a la tecnología, cuestionarla y atacarla se vuelve imprescindible. Y para esto, tenemos toda la ciudad para expresarnos.