(Nº5) Elecciones, ley y voto: en democracia tú no decides

Elecciones generales, municipales y europeas. Nos esperan unas semanas cargadas de propaganda electoral, shows televisivos, marketing en las calles, proselitismo, populismo, campañas, promesas y rivalidad. Nos convertimos en trofeos a conseguir y se utiliza, más que nunca, nuestra vida y nuestros problemas para sacar rédito político de ellos. Veremos que resultados nos traen estas nuevas elecciones y cómo planteamos salir del circo electoral.

¿En qué consiste la Democracia?

Según la definición del diccionario o de la Real Academia de la Lengua, democracia es “el Sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes”. Este sistema entra en vigor en diciembre de 1978 de la mano de la constitución, un texto que reúne un conjunto de leyes y normas que regulan y controlan, a través del Estado y a merced de los mercados, todos los aspectos políticos, sociales y económicos del país. Entre otras cuestiones, con la constitución se ratifica la monarquía parlamentaria y es el sistema que entró en vigor entonces y hasta nuestros días.
Pero más allá de la definición “oficial” que nos proporciona el diccionario, podemos definir la democracia como el conjunto de mecanismos políticos que configuran el sistema de dominación mayoritario en el mundo. Casi todos los gobiernos funcionan a través del cauce democrático, y si no lo hacen (gobiernos con dictaduras o estados “extremadamente corruptos”), “deberían”, según el imaginario colectivo.
Este sistema se apoya en una estructura estatal fuerte fundamentada en unas ideas y prácticas que se esparcen en nuestros espacios vitales y nuestra cotidianidad. Estos ideales, tomaron forma gracias a los burgueses pensadores de la Ilustración y darían lugar al liberalismo (económico y político), la separación de poderes, el Estado de Derecho y el sufragio universal.

Para empezar a desgranar el yugo que nos aplasta, hablaremos del liberalismo económico, que en la práctica ha tomado la forma del capitalismo. Éste es el régimen productivo mundial que se rige bajo las normas del libre mercado. Dentro de este marco estamos obligados a vender nuestro tiempo a cambio de un salario que nos permita subsistir para seguir trabajando. Además, la estructura urbanística de las ciudades, sus tiempos y transportes están absolutamente pautados por los ritmos del dinero. Somos mercancías produciendo mercancías para consumir mercancías, y estamos encerrados en una celda cuyos barrotes están compuestos de mercancías. Este modelo conlleva siempre explotación, miseria y la masacre de la tierra y sus poblaciones, todo ello racionalizado y frivolizado a causa de la búsqueda del mayor beneficio. No es posible un capitalismo que no produzca destrucción, su propia lógica lo impide, de la misma forma que esta democracia no puede ser ajena al capitalismo, porque su propia lógica también lo impide.
La separación de poderes es, en teoría, la independencia del poder judicial, ejecutivo y legislativo del Estado para presuntamente garantizar una mayor parcialidad y defender los derechos individuales de las personas. En la práctica estos poderes se ejercen de forma centralizada e influyen unos con otros, se corrompen unos a través de otros y quienes los ejecutan están a merced del Estado y en colaboración con este como un bloque.
El Estado de derecho es un supuesto modelo de orden para un país por el cual todos los miembros de una sociedad (incluidos aquellos en el gobierno) se consideran igualmente sujetos a códigos y procesos legales divulgados públicamente; es una condición política que no hace referencia a ninguna ley en concreto. En la práctica es evidente que no existe tal concepto dado que la cuestión de las distintas esferas sociales es existente, tanto en cuanto políticos, empresarios y ricos no tienen las mismas oportunidades nosotros.
El sufragio universal vino a instaurar el derecho al voto a todas las personas mayores de edad sin hacer distinción en su sexo o condición, falsa quimera que se instauró en las mentes de aquellos que lucharon contra la discriminación, entre otras, de las mujeres en el panorama político pero que como iremos profundizando en este artículo, no resuelve en absoluto los problemas de quienes ejercen dicho “derecho”.

El voto como chantaje

Votar consiste en elegir a aquellos que nos gobiernen dentro de un catálogo más o menos amplio compuesto por distintos actores y factores que conforman parte de un mismo espectáculo: las elecciones. El escenario de fondo siempre es el mismo: capitalismo, alienación, ley, sumisión, ausencia de libertad, control… en definitiva, autoridad.
El acto de elección que se hace mediante el voto, se puede asimilar al que podríamos hacer cualquier día a la hora de consumir tal o cual producto y, se convierte en algo superfluo y banal. La particularidad de elegir el representante político que nos gobierne los próximos 4 años, es incluso peor dado que elegimos al amo que domina sobre nosotros, contra nosotros y, de esta de forma, hacen que participemos de forma cíclica en el chiringuito que hay montado en torno a las elecciones y la democracia. En la democracia el votante, ciudadano, consumidor, “pueblo” o como se le quiera llamar es mercancía política. Votar significa vender tu capacidad de decisión y de acción a cambio de promesas, alienación y comodidad.

El ejercicio del voto cada 4 años no es más que una falsa sensación de que de esa forma se está participando en la toma de decisiones. En primer lugar, porque simplemente elegimos la opción “menos mala”, la que nos robe menos, la que menos nos perjudique; porque de alguna manera, somos conscientes de que todos estos años de democracia y de parlamentarismo, no han servido para nada. De hecho, han sido el resultado de muchos años de saqueos por parte de las clases políticas, de tramas de corrupción, de disminución de libertad, de aumento de control, de rescates a bancos, de empobrecimiento a pasos agigantados, de gentrificación, y de un enorme capitalismo sobre nuestras vidas. Ha quedado más que demostrado que este sistema no funciona, que sólo beneficia a unos pocos a costa de la mayoría y que, además, no es infinito y está empezando a dar señales de sus carencias en cuanto a recursos, ideas, estrategias, aplicaciones.
Para continuar, nos han inculcado durante años que la forma de participar en la toma de decisiones de nuestra vida consiste en hacerlo una vez cada 4 años o mediante referéndum simplistas. Este gesto parece ser suficiente para participar de alguna forma en todo lo que atañe a nuestro día a día, en asuntos de trascendencia vital como es nuestra vivienda, nuestros recursos, nuestra comida… Para empezar, en ningún momento ese “derecho” conquistado nos sitúa como protagonistas en los procesos ni en las tomas de decisiones, sólo delegamos en aquellos que lo harán en nuestro nombre. Además, es ínfimo el esfuerzo que supone ir a votar un día comparado con todo lo que supondría ejercer una verdadera acción directa que nos situara como ejecutores de nuestras decisiones cotidianas y vitales. Votar una vez cada 4 años no es suficiente, es algo testimonial, anecdótico y los políticos lo utilizan como un engaño para que pensemos que estamos ejerciendo un derecho fundamental y, que de esa forma, estamos siendo partícipes de nuestras decisiones. Sin embargo, nada más lejos. Esto ha quedado demostrado cada vez que toman decisiones que afectan negativamente a nuestra vida sin importar en la mayoría de ocasiones, las resistencias que se han planteado, muchas de ellas, en las calles, en forma de protestas y de acciones.

Por otro lado, el formato en el que se presenta todo el circo electoral, infantiliza a la población y hace que esta tenga que elegir entre más o menos cuatro opciones políticas mayoritarias (en el mejor de los casos y sobre todo últimamente, dado que, hasta hace unos años, el bipartidismo reinaba en el panorama político). Las opciones se reducen a escasas propuestas y, además, se rigen bajo programas cerrados y establecidos. No existen vías de participación activa bajo estos formatos y finalmente, la población escoge en muchas ocasiones la opción menos mala (porque mucha gente, más de la que pensamos, vota por no sentirse mal, por ejercer ese “derecho”, por chantaje político o porque no gane el partido que menos le gusta. Otros muchos, no votan y son más de los que pensamos, pero sobre el asunto de la abstención profundizaremos más adelante).

La democracia parlamentaria: la dictadura de la mayoría

La democracia parlamentaria significa elegir el partido político que gobierne según la elección de la mayoría de personas que han votado (que no de la mayoría de personas en general, porque en ocasiones la abstención es equiparable a la participación electoral o incluso mayoritaria, pero ésta no es considerada como una opción ni cobra tanto protagonismo).

Según esta forma de funcionar, todo lo que se referencie en cuanto al individuo, no será tomado en cuenta en pro de hacerlo hacia un supuesto “colectivo”, es decir, la sociedad. A pesar del hecho innegable de que la política se hace para los políticos y empresarios y no para la gente, se ha metido de lleno la idea de que “el Estado somos todos”, como si este fuera la unión de todos nosotros y nos tuviéramos que sentir partícipes de esa supuesta comunidad.

La corrupción es inseparable del poder

Desde hace unos años parece que se ha abierto la veda a la hora de publicar escándalos y casos de corrupción de toda índole. Partidos, asociaciones, O.N.G.’s y sindicatos de todos los colores y de todos los signos han estado con el agua al cuello por asuntos relacionados con tarjetas bancarias, adjudicación de puestos políticos, masters universitarios que no existen, falsificación de títulos universitarios, malversación de fondos, robo de dinero de las arcas públicas, ocultación de presupuestos en otras partidas y ministerios… y muchas situaciones más que por todos son conocidas. Ya no se tratan estos casos con excepcionalidad, ya todos sabemos que no hay ni un solo político que se salve de algún asunto turbio relacionado con la corrupción. Ya ningún partido o sindicato mayoritario puede vincularse con la gente desde la lejanía con estas prácticas porque ninguno está exento de estar involucrado en estos asuntos y todos somos conscientes de ello.
La cuestión radica en el poder, esa condición privilegiada y autoritaria que hace que de forma automática se ejerza corrupción, que se protejan a sus iguales y que se creen unos entramados mafiosos que trafican con nuestros recursos y el dinero de las supuestas “arcas públicas”. Ocurre en la alta política, a niveles superiores y en esferas que se nos escapan, pero si lo analizamos un poco más, casi todos habremos presenciado este tipo de actitudes en otras situaciones más cotidianas en las que alguna persona de igual o parecida condición a la nuestra, es o ha sido corrupto desde su pequeña e ínfima parcela de poder: presidentes de comunidades que desvían fondos y otorgan obras a sus amigos, encargados que enchufan a gente, trabajadores públicos (o no) que mueven papeles y contactos para que algún conocido suyo sea el primero en la lista, etc.

El problema no radica en que haya unos políticos que son corruptos o que, como nos han dicho, estén empezando a castigar a las “ovejas negras de los partidos” con penas de cárcel o con multas en las que se les obliga, muy de vez en cuando, a devolver lo robado. El problema es que la corrupción es inherente al poder porque donde existe un privilegio, existe la condición inseparable de ejercerlo hacia uno mismo y hacia sus iguales. No existen políticos honrados, no existen gobernantes que no sean corruptos. El sistema les ha puesto ahí para eso y tienen que tragar con chantajes, con acuerdos con la banca, con grandes empresarios y especuladores. La mayoría de los asuntos de despacho, de los cuales no tenemos ni idea, se gestionan a través de la corrupción, de sobornos, de chantajes. Otra forma de hacer política no es posible, digan lo que digan, de la misma forma que no existe un capitalismo sostenible. Son términos contradictorios y quien entra a formar parte de este entramado, lo sabe perfectamente. Los matices que pueden acompañar a esas situaciones son que algunos robarán menos y otros lo harán en mayor medida, nada más.

La abstención activa frente a delegar

El hecho de delegar nuestras decisiones, no pasa exclusivamente por la acción de votar. Muchas personas no lo hacen y no significa que sean partícipes en la toma de decisiones. La abstención tiene que ir de la mano de un cambio de mentalidad y paradigma social, tiene que ir acompañada de una actitud, de la autoorganización y de la destrucción del poder y de la autoridad como pilares fundamentales de la delegación: quienes la poseen, son quienes nos mandan y el resto, obedecemos.

Si la abstención no es activa y no hace que nos involucremos en distintas luchas para la toma de decisiones de nuestra vida (o como solidaridad con otras causas), será traducida como pasotismo y como indiferencia y, esas dos actitudes, son utilizadas por parte del entramado electoralista. El perfil del abstencionista que pasa de todo, es algo con lo que los políticos cuentan. En las últimas elecciones generales de 2016 el 30,16% de la población se abstuvo de votar pero nunca eso significó ningún cambio social de base ni radical, y los políticos, cuentan con ello. Saben que hay gente que no suele votar pero saben también que por el momento, eso no está suponiendo ningún problema porque no implica de forma inherente el paso a la acción directa.

Vota, vota, que viene el coco

La izquierda se ha quedado sin argumentos y poco tiene donde rascar. Sus argumentos más o menos populistas no han tenido el calado social deseado. Podemos, canalizando toda posibilidad de conflicto real en la calle, ha absorbido buena parte de los votos de los rebotados de otros partidos para finalmente demostrar que no es el partido del pueblo y que es uno más dentro del panorama político.

Un recurso muy utilizado por los partidos en general, es generar una sensación de miedo para conseguir que la gente les vote. En este caso, estamos viendo un marketing brutal en torno a la idea de que si no votamos a la izquierda (Podemos y PSOE, mayormente), ganará Vox y el tripartito de derechas (junto con PP y Ciudadanos). Están intentando crear una sensación de responsabilidad absoluta y de culpabilidad si no se acude a las urnas con el afán de desviar todos esos votos hacia sus filas y, dejan como única alternativa para combatir a Vox o al auge del fascismo, el voto y la participación en el circo electoral. Muchos indecisos ya han sido engañados y muchos abstencionistas, también.
Además, la historia ya nos ha demostrado, desde el principio de este sistema, que no funciona, que al fascismo no se le para en las urnas y que ningún partido, sea del color que sea, va a gobernar para satisfacer nuestros intereses. Si esto está más o menos claro ¿por qué seguir perpetuándolo?

Al fin y al cabo, el problema es la autoridad

El hecho anecdótico de votar, es algo que se ejerce una sola vez cada mucho tiempo y es sólo un reflejo más de todos los que podríamos mencionar en los cuales delegamos y nos sometemos a figuras de poder y de autoridad. En el trabajo, en la escuela, en nuestras comunidades de vecinos, en las administraciones públicas a las que obedecemos constantemente, en la calle ante cualquier conflicto cuando se avisa a la policía, en la sociedad en general con sus normas morales “no escritas” pero impuestas, etc. Siempre nos relacionamos desde la obediencia, la autoridad y el hecho de delegar nuestra voluntad. El problema es mucho más profundo que el hecho de acudir a las urnas un solo día y la solución no pasa únicamente por quedarse en casa y no ir a votar.

Abstención sí, pero activa

Porque si no se le acompaña a la abstención con la autoorganización, no sirve de nada.
Porque se trata de un trabajo diario, que implica todos los ámbitos de nuestra vida.
Porque la democracia y el sistema parlamentario no es sólo un sistema “político”, si no también moral y de control social contra el que tenemos que batallar constantemente.
Porque en democracia, tu no decides y deciden políticos, banqueros, empresarios, especuladores, etc.

Porque no somos idiotas y no queremos que nos traten como tal, como si no fueramos capaces de resolver nuestros problemas diarios sin acudir a un sistema vertical y de mayorías que deja de lado miles de detalles, de realidades, de posibles soluciones, de minorías.

Porque la democracia y el parlamentarismo se ejercen bajo la macropolítica y, esta, estandariza y encasilla a las personas sin tener en cuenta las particularidades de cada lugar, región, comunidad.

Porque esa forma de tomar decisiones es injusta y desigual.
Porque no puede ser más evidente, especialmente desde los últimos años, que no ha funcionado y que no funcionará. De hecho, solo puede ir a peor.

Por la anarquía

Por la autoorganización entre iguales, sin delegados, ni votos. De forma horizontal, sin nadie que mande ni nadie que obedezca.
Por la acción directa, sin intermediarios. Para nosotros y desde nosotros.
Porque el conflicto se escape de los cauces institucionales y burocráticos, que salga de las vías parlamentarias y genere cambios reales y radicales que nos permitan participar de forma activa y personal en los procesos.
Por la toma de responsabilidad y conciencia, porque seamos capaces de implicarnos en nuestras cuestiones diarias sin que acudamos a los profesionales de la política o del mercado.
Porque en eso consiste la anarquía y, por eso, somos anarquistas.

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